Cuando conocí a Erminio Orellana yo sentí, igual que Juan Dahlman al encontrarse con el viejo gaucho en el cuento de Borges, que estaba frente a una cifra del Sur, del Sur que era mío.

Erminio trabajaba como peón en las tierras de René Muñoz en la Patagonia chilena y una de las primeras cosas que me dijo cuando lo conocí, y lo dijo con orgullo, es que él era huacho. El comentario me impresionó porque yo venía de leer (más adelante hablaré de aquél libro) que los huachos constituyeron “el origen histórico de la conciencia proletaria en Chile”, pero yo creo que el orgullo de Erminio era de otro tipo. O tal vez si, era precisamente por eso. Mejor les cuento lo que hablamos, vi y sentí aquella mañana…

Yo había acompañado a René y su familia en un viaje en lancha hasta su campo luego que unas inundaciones tuvieron la zona aislada por un par de semanas. Erminio se había quedado solo cuidando la casa y cuando llegamos su silueta rodeada de perros estaba esperándonos en la ribera.

René me permitió pasar la noche en la vieja casona que su padre construyó décadas atrás en las orillas del rio Baker y que luego tuvieron que mover tierra adentro, precisamente para evitar las constantes crecidas del rio. Tras la cena (Erminio no se sentó a la mesa, él comió, solo, junto a la estufa) me indicaron una pequeña habitación en la que pude colocar mi saco de dormir en el suelo.

En algún momento de la noche alguien abrió la puerta y entró, dio unos cuantos pasos y luego los ruidos desaparecieron, se esfumaron como si la persona se hubiese echado a volar. En esa completa oscuridad yo no me había percatado que ahí había una cama y que esa era, precisamente, la habitación de Erminio. En la madrugada nos saludamos y le pregunté si podía tomarle una foto sentado en esa cama elemental, construida prácticamente a golpes de hacha.

Erminio se levanta con las primeras luces del día, antes que todos. Va a buscar leña, enciende el fuego en la cocina, calienta agua para el mate. Si acompaña a alguien siempre camina detrás, tartamudea al conversar, soporta, mirando al suelo, las constantes bromas que hacen a su costa, solapado recuerdo de que él no es dueño de esa tierra, que esta ahí solo por el cariño de René, a quien conoció cuando era apenas un niño. Sus brazos parecen demasiado largos pero eso se debe a su cuerpo encorvado por el trabajo. Cuando lo conocí tenia 71 años y esa mañana fui yo el que lo siguió.

Mi fascinación con su historia se debía, en parte, a mi reciente lectura de Ser Niño Huacho en la Historia de Chile, de Gabriel Salazar, libro que yo llevaba en mi mochila en aquel viaje. Huacho (del Quéchua huak’cho: animal que se sale del rebano) es alguien que de niño no es criado por sus padres, no necesariamente porque estos fallecieron, si no por la pobreza que no les permite criar al hijo, teniendo que entregarlo a otra persona, familiar o amigo, en mejor situación.

En su caso, Erminio nació en 1937 en Coyhaique y lo criaron unos tíos. Cuando hablamos esa mañana me contó que el no se acordaba de sus padres. De los familiares con los que creció no guardaba buenos recuerdos; no quiso entrar en detalles pero es fácil imaginar el trato discriminatorio que debió recibir, los castigos físicos, en una sociedad en que la palabra huacho es un estigma. A los 17 años, analfabeto, se fue de la casa y a caballo se internó en la Patagonia; orilló el lago General Carrera, atravesó a la Argentina, cruzó montanas y ríos, sobreviviendo con trabajos esporádicos en los campos que encontraba a su paso (es decir, trabajando como peón), hasta que conoció al padre de René Muñoz.

René era un niño cuando su madre enfermó. La tuvieron que sacar de ese campo remoto primero a caballo y luego navegando el caudaloso rio Baker, en una agónica travesía que debió durar días, hasta llegar a Cochrane, ciudad entonces aislada del resto del país por vía terrestre. Tras la muerte de la madre Erminio ayudó a levantar el campo y también a criar a René y a sus hermanos. Hoy es René quien vive en la vieja casa y su gratitud y natural generosidad han permitido que Erminio siga viviendo ahí.

A la izquierda, René cuando niño, al centro mirando a la camara, junto a sus hermanas y hermanos, con el rio Baker al fondo. A la derecha, René en 2011, tomando un descansando en medio del trabajo en el campo.

Peón, entonces, es alguien que trabaja en campo ajeno. Por lo general sus posesiones son un caballo y lo que en él pueda llevar. No es temporero, ya que el peón puede estar trabajando por mucho tiempo en el mismo lugar, no sólo durante una cosecha. Diferente también del inquilino, a quién el dueño de la tierra permite levantar una casa, tener su propio huerto y animales, a cambio del trabajo en el campo.

La persona que trabajaba en el campo de mi abuela materna era Inquilino. Se llamaba Alfonso, vivía ahí con su esposa e hijos, y cuando Erminio  me contó su historia sentí como si dos piezas de un rompecabezas se estuvieran juntando.

Casa de mi abuela en el campo, 1961.

En lo que era un rito lleno de imprevistos, cada verano viajábamos con mi familia a ese campo donde nació mi madre en el sur de Chile, dos días de carretera desde Santiago en un vehículo cargado hasta el techo, que era un retorno al origen no solo de mi familia, sino también al de la sociedad chilena. Ahí estaba la mítica Hacienda, en este caso un campo ajeno a los mapas, perdido entre caminos de tierra, sin electricidad ni legión de empleados, solo Alfonso, que sabía hacerlo todo.

A pesar de que no lo vi muchas veces, de Alfonso guardo un recuerdo imborrable. Yo no debí tener más de diez años, estaba en la parte trasera de la casa, seguramente buscando esas maravillosas manzanas autóctonas del sur de Chile con las que elaboraban una chicha artesanal que atraía todo tipo de compradores de la zona (peones, inquilinos y dueños de campo por igual), única fuente de ingresos, junto con la producción de leche, que tenía ese campo, cuando vi a Alfonso en el corral de los animales repeliendo, solo con la fuerza de sus brazos, la embestida de un enorme macho cabrío. La escena de aquel hombre delgado, bajo de estatura y siempre servicial enfrentándose al animal que lo ataca agarrándolo por los cuernos, doblándole el cuello y tirándolo al suelo en medio de una nube de polvo tomó tintes épicos en mis ojos de niño citadino y nunca me ha abandonado.

Años más tarde, tras la muerte de mi abuela, la propiedad fue vendida a una empresa maderera y en ese campo de batalla hoy solo crecen pinos y la historia a dejado de fluir.

Alfonso pasó los últimos años de su vida en la ciudad de Tegualda, no lejos de donde quedaba el campo, cuidado por sus hijos. Esta foto fue tomada en 2012, un año antes de su fallecimiento.

Alfonso y Erminio, dos siluetas alejándose al final del día, el primero yendo a descansar junto a su familia en una casa transitoria, el segundo entrando en esa habitación minúscula para poder por fin estar solo y emprender el vuelo.


Postscriptum: Erminio Orellana falleció en 2013 en un hogar de ancianos en Cochrane. La última vez que lo vi le pude entregar su retrato publicado junto a un texto de Gabriel Salazar en la edición especial “Chilenos” de la revista Que Pasa. Según me contaron, mostrar su foto impresa a toda pagina era motivo de orgullo para él.